¡Al rincón! ¡Quita calzón!


 (A Monseñor Manuel Tovar)


El liberal obispo de Arequipa Chávez de la Rosa, a quien debe esa ciudad, entre otros beneficios, la fundación de la Casa de expósitos, tomó gran empeño en el progreso del seminario, dándole un vasto y bien meditado plan de estudios, que aprobó el rey, prohibiendo sólo que se enseñasen derecho natural y de gentes.


Rara era la semana por los años de 1796 en que su señoría ilustrísima no hiciera por lo menos una visita al colegio, cuidando de que los docentes cumplan con su deber, de la moralidad de los escolares y de los arreglos económicos.


Una mañana notó que el maestro de latín no se había presentado en su aula, y por consiguiente los muchachos, en plena holganza, andaban haciendo de las suyas.


El señor obispo se propuso remediar la falta, reemplazando por ese día al profesor titular.


Los alumnos habían descuidado por completo aprender la lección. Los libros de Nebrija y el Epítome habían sido olvidados por completo.


Empezó el nuevo profesor por hacer declinar los sustantivos a uno: musa, musæ. El muchacho se equivocó en el acusativo del plural, y el Sr. Chávez le dijo:


-¡Al rincón! ¡Quita calzón!


En esos tiempos regía por doctrina aquello de que la letra con sangre entra, y todos los colegios tenían un empleado, cuya tarea era aplicar tres, seis y hasta doce azotes sobre las posaderas del estudiante condenado a ir al rincón.


Pasó a otro. En el nominativo de quis vel quid ensartó un despropósito, y el maestro profirió la tremenda frase:


-¡Al rincón! ¡Quita calzón!


Y ya había más de una docena arrinconados, cuando le llegó su turno al más chiquitín y travieso de la clase, uno de esos tipos que llamamos revejidos, porque a lo sumo representaba tener ocho años, cuando en realidad doblaba el número.


-¿Quid est oratio? -le interrogó el obispo.


El niño alzó los ojos al techo (acción que involuntariamente practicamos para recordar algo, como si el techo fuera un refresco para la memoria) y dejó pasar cinco segundos sin responder. El obispo atribuyó el silencio a ignorancia, y lanzó el inapelable fallo:


-¡Al rincón! ¡Quita calzón!


El chicuelo obedeció, pero hablando entre dientes algo que hubo de incomodar al obispo.


-Ven acá, chibolo. Ahora me vas a decir qué es lo que murmuras.


-Yo, nada, señor... nada -y seguía el muchacho gimoteando y pronunciando a la vez palabras entrecortadas.


Tomó a capricho el obispo saber lo que el escolar murmuraba, y tanto le hurgó que, al fin, el niño le dijo:


-Lo que hablo entre dientes es que, si su señoría ilustrísima me permitiera, yo también le haría una preguntita, y había de ver si puede usted contestarla.


Le picó la curiosidad al buen obispo, y sonriéndose ligeramente, respondió:


-A ver, hijo, pregunta.


-Pues con venia de su señoría, y si no es atrevimiento, yo quisiera que me dijese cuántas veces se pronuncia Dominus vobiscum en la misa.


El Sr. Chávez de la Rosa, sin darse cuenta de la acción, levantó los ojos.


-¡Ah! -murmuró el niño, pero no tan bajo que no lo oyese el obispo-. También él mira al techo.


La verdad es que a su señoría ilustrísima no se le había ocurrido hasta ese instante averiguar cuántos Dominus vobiscum tiene la misa.


Le encantó, la agudeza de aquel muchacho, que desde ese día le cortó, como se dice, el ombligo.


Por supuesto, que hubo perdón general para los arrinconados.


El obispo se constituyó en padre y protector del niño, que era de una familia pobrísima de bienes, si bien rica en virtudes, y le confirió una de las becas del seminario.


Cuando el Sr. Chávez de la Rosa, no queriendo transigir con abusos y fastidiado de luchar sin fruto con su Cabildo y hasta con las monjas, renunció en 1804 el obispado, llevó entre los familiares que lo acompañaron a España al estudiante del Dominus vobiscum, como cariñosamente llamaba a su protegido.


Andando los tiempos, aquel niño fue uno de los hombres más renombrados de la Independencia, uno de los más prestigiosos oradores en nuestras Asambleas, escritor galano y robusto, habilísimo político y orgullo de la Iglesia peruana.


¿Su nombre?


¡Qué! ¿No lo han adivinado ustedes?


En la bóveda de la catedral hay una tumba que guarda los restos del que fue Francisco Xavier de Luna-Pizarro, vigésimo arzobispo de Lima, nacido en Arequipa en diciembre de 1780 y muerto el 9 de febrero de 1855.

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