No te aflijas, cariñito, que para ti tengo todo un almacén de cuentos. Allá va uno, y que te aproveche como si fuera leche.
Esta era una viejecita que se llamaba doña Quirina, y que cuando yo era niño, en los tiempos de Gamarra y Santa Cruz, vivía al lado de mi casa. Habitaba la dicha un cuartito que por lo limpio parecía una tacita de porcelana.
Sobre una cómoda de cedro charolado y bajo urna de cristal veíase el pesebre de Belén con su San José, el de las azucenas, la Virgen y el Niño, el buey, la estrella y demás accesorios, artístico trabajo de afamado escultor quiteño.
Pero lo que sobre todo atraía mis miradas infantiles, era una tosca herradura de fierro tachonada con lentejuelas de oro, que en el fondo de la urna se destacaba como sirviendo de nimbo a un angelito mofletudo.
Doña Quirina era supersticiosa. No creía, ciertamente, que llevar consigo un pedacito de cuerda de ahorcado trae felicidad; pero tenía por artículo de fe que en casa donde se conserva con veneración una herradura mular o caballar no penetra la peste, ni falta pan, ni se aposenta la desventura.
¿En qué fundaba la viejecita las virtudes que atribuía a la herradura? Yo te lo voy a contar, Vital mío, tal como doña Quirina me lo contó.
Pues has de saber, hijito, que cuando Nuestro Señor Jesucristo vivía en este mundo pecador desfaciendo entuertos; redimiendo Magdalenas, que es buen redimir; desenmascarando a pícaros e hipócritas, que no es poco trajín; haciendo cada milagro como una torre Eiffel, y anda, anda y anda en compañía de San Pedro, tropezó en su camino con una herradura mohosa, y volviéndose al apóstol, que marchaba detrás de su divino Maestro, le dijo:
-Perico, recoge eso y échalo en el morral.
San Pedro se hizo el loco, murmurando: «¡Pues hombre, vaya una ocurrencia! Facilito es que yo me agache por un pedazo de fierro viejo».
El Señor, que leía en el pensamiento de los humanos como en libro abierto, leyó esto en el espíritu de su apóstol, y en vez de reiterarle la orden echándola de jefe y decirle al pescador tosco de anchovetas que por agacharse no se le había de caer nada, prefirió inclinarse él mismo, recoger la herradura y guardarla entre la manga.
En esto llegaron los dos viajeros a una aldea, y al pasar por la tienda de un herrador dijo Cristo:
-Hermano, ¿quieres comprarme esta herradura?
El herrador la miró y remiró, la golpeó con la uña, y convencido de que a poco golpear en el yunque la pieza quedaría como nueva, contestó:
-Doy por ella dos centavos, ¿acomoda o no acomoda?
-Venga el dinero -repuso el Señor.
se hizo la paga y los peregrinos prosiguieron su marcha.
Al extremo de la aldea les salió al encuentro un chiquillo con un cesto en la mano y que anunciaba:
-¡Cerezas! ¡A centavo la docena!
-Dame dos docenas -dijo Cristo.
Y los dos centavos producto de la herradura pasaron a manos del muchacho, y las veinticuatro cerezas, con más una de yapa, se las guardó el Señor entre la manga.
Hacía un calor de infierno y San Pedro, que caminaba siempre tras el maestro, iba muy cansado, y habría dado el oro y el moro por una poca de agua.
El Señor, de rato en rato, metía la mano en la manga y llevaba a la boca una cereza; y como quien no quiere la cosa, al descuido y con cuidado dejaba caer otra, que San Pedro sin hacerse el remolón se agachaba a recoger, engulléndosela en el acto.
Después de aprovechadas por el apóstol hasta media docena de cerezas, sonriose el Señor y le dijo:
-Ya lo ves, Pedro; por no haberte agachado una vez, has tenido que hacerlo seis. Contra pereza diligencia.
Y date cuenta el porqué desde entonces una herradura en la casa trae felicidad y...
Chito, chito, chito,
que aquí el cuento finiquito.
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