Creo haber contado antes de ahora, que cuando los conquistadores se apoderaron del Perú no eran conocidos el trigo, el arroz, la cebada, la caña de azúcar, lechuga, rábanos, coles, espárragos, ajos, cebollas, berenjenas, hierbabuena, garbanzos, lentejas, habas, mostaza, anís, alhucema, cominos, orégano, ajonjolí, ni otros productos de la tierra, que sería largo enumerar. En cuanto al frísol o fréjol lo teníamos en casa, así como otras variadas producciones y frutas por las que los españoles se chupaban los dedos de gusto.
Algunas de las nuevas semillas dieron en el Perú más abundante y mejor fruto que en España; y con gran seriedad y aplomo cuentan varios muy respetables cronistas e historiadores que en el valle de Azapa, jurisdicción de Arica, se produjo un rábano tan colosal, que no alcanzaba un hombre a rodearlo con los brazos.
Era don Antonio Solar por los años de 1558 uno de los vecinos más acomodados de esta Ciudad de los Reyes. Aunque no estuvo entre los compañeros de Pizarro en Cajamarca, llegó a tiempo para que en la repartición de la Conquista le tocase una buena partija. Consistió ella en un espacioso lote para fabricar su casa en Lima, en doscientas fanegadas de feraz terreno en los valles de Supe y Barranca, y en cincuenta mitayos o indios para su servicio.
Don Antonio formó en Barranca una valiosa hacienda, y para dar impulso al trabajo mandó traer de España dos yuntas de bueyes, acto a que en aquellos tiempos daban los agricultores la misma importancia que en nuestros días a las maquinarias por vapor que hacen venir de Londres o de Nueva York. «Iban los indios (dice un cronista) a verlos arar, asombrados de una cosa para ellos tan monstruosa, y decían que los españoles, de haraganes, por no trabajar, empleaban aquellos grandes animales».
Junto con las yuntas llegáron semillas o plantas de melón, nísperos, granadas, cidras, limones, manzanas, albaricoques, membrillos, guindas, cerezas, almendras, nueces y otras frutas de Castilla no conocidas por los naturales del país, que tanto las comerían que muchos les ocasionaron hasta la muerte. Más de un siglo después, bajo el gobierno del virrey duque de la Palata, se publicó un bando que los curas leían a sus feligreses después de la misa dominical, prohibiendo a los indios comer pepinos, fruta llamada por sus fatales efectos mataserrano.
Llegó la época en que el melonar de Barranca diese su primera cosecha, y aquí empieza nuestro cuento.
El mayordomo escogió diez de los melones mejores, los puso en un par de cajones, y los puso en hombros de dos indios mitayos, dándoles una carta para el patrón.
Habían avanzado los indios algunas leguas, y se sentáron a descansar junto a una tapia. Como era natural, el perfume de la fruta despertó la curiosidad en los mitayos, y se entabló en sus ánimos ruda batalla entre el apetito y el temor.
-¿Sabes, hermano -dijo al fin uno de ellos en su dialecto indígena-, que he dado con la manera de que podamos comer sin que se descubra el caso? Escondamos la carta detrás de la tapia, que si no nos ve ella comer no podrá denunciarnos.
La sencilla ignorancia de los indios atribuía a la escritura un prestigio diabólico y maravilloso. Creían, no que las letras eran signos convencionales, sino espíritus, que no sólo funcionaban como mensajeros, sino también como espías.
La opinión debió parecer acertada al otro mitayo; pues sin decir palabra, puso la carta tras de la tapia, colocando una piedra encima, y hecha esta operación se echaron a devorar, que no a comer, la incitante y agradable fruta.
Cerca ya de Lima, el segundo mitayo se dio una palmada en la frente, diciendo:
-Hermano, vamos mal. Conviene que igualemos las cargas; porque si tú llevas cuatro y yo cinco melones, nacerá alguna sospecha en el amo.
-Bien discurrido -contestó el otro mitayo.
Y nuevamente escondieron la carta tras otra tapia, para dar cuenta de un segundo melón, esa fruta deliciosa que, como dice el refrán, en ayunas es oro, al mediodía plata y por la noche mata; que, en verdad, no la hay más indigesta y provocadora de cólicos cuando se tiene el pancho lleno.
Llegados a casa de don Antonio pusieron en sus manos la carta, en la cual le anunciaba el mayordomo el envío de diez melones.
Don Antonio, que había contraído compromiso con el arzobispo y otros personajes de obsequiarles los primeros melones de su cosecha, se dirigió muy contento a examinar la carga.
-¡Cómo es posible, ladronzuelos!... -exclamó bufando de cólera-. El mayordomo me manda diez melones y aquí faltan dos -y don Antonio volvía a consultar la carta.
-Ocho no más, taitai -contestaron temblando los mitayos.
-La carta dice que diez y ustedes se han comido dos por el camino... ¡Ea! Que les den una docena de palos a estos pícaros.
Y los pobres indios, después de bien azotados, se sentaron mohínos en un rincón del patio, diciendo uno de ellos:
-¿Lo ves, hermano? ¡Carta canta!
Alcanzó a oírlo don Antonio y les gritó:
-Sí, bribonazos, y cuidado con otra, que ya saben ustedes que carta canta.
Y don Antonio refirió el caso a sus conocidos, y la frase se generalizó y pasó el mar.
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