El alcalde de Paucarcolla

 


De cómo el diablo, cansado de gobernar en los infiernos, vino a ser alcalde del Perú



La tradición que voy a contar es muy conocida en Puno, donde nadie osará poner en duda la realidad del sucedido. Aún recuerdo haber leído algo sobre este tema en uno de los cronistas religiosos del Perú. 


Es preciso convenir en que lo que llaman civilización, luces y progreso del siglo, nos ha hecho un flaco servicio al suprimir al diablo. En los tiempos coloniales en que su merced andaba corriendo cortes, gastando más prosopopeya que el cardenal camarlengo y departiendo familiarmente con la prole del Padre Adán, apenas si se ofrecía cada cincuenta años un caso de suicidio o de amores incestuosos. Por respeto a los tizones y al plomo derretido, los pecadores se miraban y remiraban para cometer crímenes que hogaño son moneda corriente. Hoy el diablo no se mete, para bueno ni para malo, con los míseros mortales; ya el diablo pasó de moda, y ni en el púlpito lo zarandean los frailes; ya el diablo se murió, y lo enterramos.


Cuando yo vuelva, que de menos nos hizo Dios, a ser diputado a Congreso, tengo que presentar un proyecto de ley resucitando al diablo y poniéndolo en pleno ejercicio de sus antiguas funciones. Nos hace falta el diablo; que nos lo devuelvan. Cuando vivía el diablo y había infierno, menos vicios y picardías imperaban en mi tierra.


I

Paucarcolla es un pueblecito, ribereño del Titicaca, que fue en el siglo XVII capital del corregimiento de Puno, y de cuya ciudad dista sólo tres leguas.


En aquellos días, fue alcalde de Paucarcolla un tal don Ángel Malo..., y no hay que burlarse, porque este es un nombre como otro cualquiera, y hasta aristocrático por más señas. ¿No tuvimos, ya en tiempo de la República, un don Benigno Malo, estadista notable del Ecuador? 


Cuentan que un día apareciose en Paucarcolla, y como vomitado por el Titicaca, un joven andaluz, embozado en una capa grana con fimbria de chinchilla.


No llegaban por entonces a una docena los españoles avecindados en el lugar, y así éstos como los indígenas acogieron con gusto al huésped que, amén de ser simpático de persona, rasgueaba la guitarra primorosamente y cantaba seguidillas con muchísimo salero. Instáronlo para que se quedara en Paucarcolla, y aceptando él el partido, diéronle terrenos, y echose nuestro hombre a trabajar con tesón, siéndole en todo y por todo propicia la fortuna.


Cuando sus paisanos lo vieron hecho ya un potentado, empezaron las hablillas, hijas de la envidia; y no sabemos con qué fundamento decíase de nuestro andaluz que era moro converso y descendiente de una de las familias que, después de la toma de Granada por los Reyes Católicos, se refugiaron en las crestas de las Alpujarras.


Pero a él se le daba un rábano de que lo llamasen cristiano nuevo, y dejando que sus émulos esgrimiesen la lengua, cuidaba sólo de engordar la hucha y de captarse el afecto de los naturales.


Y diose tan buena maña, que a los tres años de avecindado en Paucarcolla fue por general aclamación nombrado alcalde del lugar.


Los paucarcollanos fueron muy dichosos bajo el gobierno de don Ángel Malo. Nunca la vara de la justicia anduvo menos torcida ni rayó más alto la moral pública. Con decir que abolió el monopolio de lanas, esta todo dicho en elogio de la autoridad.


El alcalde no toleraba holgazanes, y obligaba a todo títere a ganarse el pan con el sudor de su frente. Prohibió jaranas y pasatiempos, y recordando que Dios no creó al hombre para que viviese solitario como el hongo, conminó a los solteros para que tuviesen legítima costilla y se dejasen de merodear en propiedad ajena. 


Lo curioso es que el alcalde de Paucarcolla era como el capitán Araña, que decía: «¡Embarca, embarca!», y él se quedaba en tierra de España.


Don Ángel Malo casaba gente que era una maravilla; pero él se quedaba soltero. Verdad es también que, por motivo de faldas, no dio nunca el más ligero escándalo.


Los paucarcollanos habían sido siempre un tanto retrecheros para ir en los días de precepto a la misa del cura. El alcalde, que era de los que sostienen que no hay moralidad posible en pueblo que da al traste con las prácticas religiosas, plantábase el sombrero, cubríase con la capa grana, cogía la vara, echábase a recorrer el lugar a caza de remolones, y a garrotazos los conducía hasta la puerta de la iglesia.


Lo notable es que jamás se le vio pisar los umbrales del templo, ni persignarse, ni practicar actos de devoción. Desde entonces quedó en el Perú como refrán el decir por todo aquel que no practica lo que aconseja u ordena: «Alcalde de Paucarcolla, nada de real y todo bambolla».


Un día en que, cogido de la oreja llevaba un indio a la parroquia, díjole éste en tono de reconvención:


-Pero si es cosa buena la iglesia, ¿cómo es que tú nunca oyes el sermón de taita cura?


La pregunta habría partido por el eje a cualquier prójimo que no hubiera tenido el tupé del señor alcalde.


-Cállate, mastuerzo -le contestó-, y no me vengas con filosofías que no son para zamacucos como tú. Haz lo que te mando y no lo que yo hago, que una cosa es ser tambor y otra ser tamborilero.


Sospecho que el alcalde de Paucarcolla habría sido un buen presidente constitucional. ¡Qué lástima que no se haya exhibido su candidatura en los días que corremos! Él sí que nos habría traído bienandanza y sacado a esta patria y a los patriotas de atolladeros.


II

Años llevaba ya don Ángel Malo de alcalde de Paucarcolla cuando llegó al pueblo, en viaje de Tucumán para Lima, un fraile conductor de pliegos importantes para el provincial de su orden. Alojose el reverendo en casa del alcalde, y hablando con éste sobre la urgencia que tenía de llegar pronto a la capital del virreinato, díjole don Ángel:


-Pues tome su paternidad mi mula, que es más ligera que el viento para tragarse leguas, y le respondo que en un abrir y cerrar de ojos, como quien dice, llegará al término de la jornada.


Aceptó el fraile la nueva cabalgadura, púsose en marcha, y ¡prodigioso suceso!, veinte días después entraba en su convento de Lima.


Viaje tan rápido no podía haberse hecho sino por arte del diablo. A revienta-caballos habíalo realizado en mes y medio un español en los tiempos de Pizarro.


Aquello era asunto de Inquisición, y para tranquilizar su conciencia fuese el fraile a un comisario del Santo Oficio y le contó el romance, haciéndole formal entrega de la mula. El hombre de la cruz verde envió a Puno un familiar, provisto de cartas para el corregidor y otros cristianos rancios, a fin de que le prestasen ayuda y brazo fuerte para conducir a Lima al alcalde de Paucarcolla.


Paseábase éste una tarde a orillas del lago Titicaca, cuando  acercósele el familiar, y poniéndole la mano sobre la espalda, le dijo:


-¡Aquí de la Santa Inquisición! Dese preso vuesa merced.


No bien oyó el morisco mentar a la Inquisición, cuando, recordando sin duda las atrocidades que ese tribunal perverso hiciera un día con sus antepasados metiose en el lago y escondiose entre la espesa totora que crece a las márgenes del Titicaca. El familiar y su gente echáronse a perseguirle; pero poco o nada conocedores del terreno, perdieron pronto la pista.


Lo probable es que don Ángel andaría fugitivo y de Ceca en Meca hasta llegar a Tucumán o Buenos Aires, o que se refugiaría en el Brasil o Paraguay, pues nadie volvió en Puno a tener noticias de él.


Pero los paucarcollanos, que motivos tienen para saber lo positivo, afirman con juramento que fue el diablo en persona el individuo que con capa colorada salió del lago, para hacerse después nombrar alcalde, y que se hundió en el agua y con la propia capa cuando, descubierto el trampantojo, se vio en peligro de que la Inquisición le pusiera la ceniza en la frente.


Sin embargo, los paucarcollanos son gente honradísima y que sabe hacer justicia hasta al enemigo malo.


¡Cruz y Ave María Purísima por todo el cuerpo!


Desde los barrabasados tiempos del rey nuestro señor don Felipe III, hasta los archifelices de la república práctica, no ha tenido el Perú un gobernante mejor que el alcalde de Paucarcolla.


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