¿Supo o no supo escribir?
¿Fue o no fue Marqués de los Atavillos?
¿Cuál fue y dónde está su gonfalón de guerra?
I
Variadísimas y contradictorias son las opiniones históricas sobre si Pizarro supo o no escribir, y cronistas sesudos y minuciosos aseveran que ni aun conoció la O por redonda ni la I por larga. Así se ha generalizado la anécdota de que estando Atahualpa en la prisión de Cajamarca, uno de los soldados que lo custodiaban le escribió en la uña la palabra Dios. El prisionero mostraba lo escrito a cuantos lo visitaban, y viendo que todos, excepto Pizarro, acertaban a descifrar los signos, tuvo desde ese instante en menos valor al jefe de la conquista, y lo consideró inferior al último de los españoles. Deducen de aquí malignos o apasionados escritores que don Francisco se sintió lastimado en su amor propio y que por tan pequeña cosa se vengó del inca haciéndolo degollar.
Duro se nos hace creer que hubiera sido indolente hasta el punto de ignorar el abecedario, tanto más, cuanto que Pizarro, aunque soldado rudo, supo estimar y distinguir a los hombres de letras.
Además, en el siglo del emperador Carlos V no se descuidaba tanto como en los anteriores la instrucción. No se sostenía ya que eso de saber leer y escribir era propio de segundones y de frailes, y empezaba a causar risa la fórmula empleada por los Reyes Católicos en el pergamino con que agraciaban a los nobles a quienes hacían la merced de nombrar ayudas de Cámara, título tanto o más codiciado que el hábito de las órdenes de Santiago, Alcántara y Calatrava.
Pedro Sancho y Francisco de Jerez, secretarios de Pizarro, antes que Antonio Picado desempeñara tal empleo, han dejado algunas noticias sobre su jefe; y de ellas, lejos de resultar la sospecha de tan suprema ignorancia, aparece que el gobernador leyó cartas.
Tratándose de Almagro el Viejo es punto históricamente comprobado que no supo leer.
Lo que sí está para nosotros fuera de duda, es que don Francisco Pizarro no supo escribir, por mucho que la opinión de sus contemporáneos no ande uniforme en este punto. Bastaría para probarlo tener a la vista el contrato de compañía celebrado en Panamá, a 10 de marzo de 1525, entre el clérigo Luque, Pizarro y Almagro, que concluye literalmente así: «Y porque no saben firmar el dicho capitán Francisco Pizarro y Diego de Almagro, firmaron por ellos en el registro de esta carta Juan del Panés y Álvaro del Quito».
Un historiador del pasado siglo dice:
«En el archivo eclesiástico de Lima he encontrado varias cédulas e instrumentos firmados del marqués (en gallarda letra), los que mostré a varias personas, cotejando unas firmas con otras, admirado de las audacias de la calumnia con que intentaron sus enemigos desdorarlo y apocarlo, vengando así contra este gran capitán las pasiones propias y heredadas».
En oposición a éste, Zárate y otros cronistas dicen que Pizarro sólo sabía hacer dos rúbricas, y que en medio de ellas, el secretario ponía estas palabras: El marqués Francisco Pizarro.
Los documentos que de Pizarro he visto en la biblioteca de Lima, sección de manuscritos, tienen todos las dos rúbricas. En unos se lee Franx.º Piçarro, y en muy pocos El marqués. En el Archivo Nacional y en el del Cabildo existen también varios de estos autógrafos.
Poniendo término a la cuestión de si Pizarro supo o no firmar, me decido por la negativa, y he aquí la razón más concluyente que para ello tengo:
En el Archivo general de Indias, establecido en la que fue Casa de Contratación en Sevilla, hay varias cartas en las que, como en los documentos que poseemos en Lima, se reconoce, hasta por el menos entendido en paleografía; que la letra de la firma es, a veces, de la misma mano del que escribió el cuerpo del documento. «Pero si duda cupiese -añade un distinguido escritor bonaerense, don Vicente Quesada, que en 1874 visitó el Archivo de Indias-, he visto en una información, en la cual Pizarro declara como testigo, que el escribano da fe de que después de prestada la declaración, la señaló con las señales que acostumbraba hacer, mientras que da fe en otras declaraciones de que los testigos las firman a su presencia».
II
Don Francisco Pizarro no fue marqués de los Atavillos ni marqués de los Charcas, como con variedad lo llaman muchísimos escritores. No hay documento oficial alguno con que se puedan comprobar estos títulos, ni el mismo Pizarro en el encabezamiento de órdenes y bandos usó otro dictado que este: El marqués.
En apoyo de nuestra creencia, citaremos las palabras de Gonzalo Pizarro cuando, prisionero de Gasca, lo reconvino éste por su rebeldía e ingratitud para con el rey, que tanto había distinguido y honrado a don Francisco: «La gracia que su majestad hizo a mi hermano fue solamente el título y nombre de marqués, sin darle estado alguno, y si no díganme cuál es».
En una carta que con fecha 10 de octubre de 1537 dirigió Carlos V a Pizarro, se leen estos conceptos que vigorizan nuestra afirmación: «Entretanto os llamaréis marqués, como os lo escribo, que, por no saber el nombre que tendrá la tierra que en repartimiento se os dará, no se envía ahora dicho título», y como hasta la llegada de Vaca de Castro no se habían determinado por la corona las tierras y vasallos que constituirían el marquesado, es claro que don Francisco no fue sino marqués a secas, o marqués sin marquesado, como dijo su hermano Gonzalo.
Sabido es que Pizarro tuvo en doña Angelina, hija de Atahualpa, un niño a quien se bautizó con el nombre de Francisco, el que murió antes de cumplir quince años. En doña Inés Huaylas o Yupanqui, hija de Manco-Capac, tuvo una niña, doña Francisca, la cual casó en España en primeras nupcias con su tío Fernando y después con don Pedro Arias.
Por cédula real y sin que hubiera mediado matrimonio con doña Angelina o doña Inés, fueron declarados legítimos los hijos de Pizarro. Si éste hubiera tenido tal título de marqués de los Atavillos, lo habrían heredado sus descendientes. Fue casi un siglo después, en 1628, cuando don Juan Fernando Pizarro, nieto de doña Francisca, obtuvo del rey el título de marqués de la Conquista.
III
Acerca de la bandera de Pizarro hay también un error que me propongo desvanecer.
Jurada en 1821 la independencia del Perú, el Cabildo de Lima pasó al generalísimo don José de San Martín un oficio, por el cual la ciudad le hacía el obsequio del estandarte de Pizarro. Poco antes de morir en Boulogne, este prohombre de la revolución americana hizo testamento, devolviendo a Lima la obsequiada bandera. En efecto, los albaceas hicieron formal entrega de la preciosa reliquia a nuestro representante en París, y éste cuidó de remitirla al gobierno del Perú en una caja muy bien acondicionada. Fue esto en los días de la fugaz administración del general Pezet, y entonces tuvimos ocasión de ver el clásico estandarte depositado en uno de los salones del ministerio de Relaciones exteriores. A la caída de este gobierno, el 6 de noviembre de 1865, el populacho saqueó varias de las oficinas de palacio, y desapareció la bandera, que acaso fue despedazada por algún rabioso demagogo, que se imaginaría ver en ella un comprobante de las calumnias que por entonces inventó el espíritu de partido para derrocar al presidente Pezet, vencedor en los campos de Junín y Ayacucho, y a quien acusaban sus enemigos políticos de connivencias criminales con España, para someter nuevamente el país al yugo de la antigua metrópoli.
Las turbas no piensan ni discuten, y mientras más absurda sea la noticia, más fácil aceptación encuentra.
La bandera que nosotros vimos tenía, no las armas de España, sino las que Carlos V acordó a la ciudad por real cédula de 7 de diciembre de 1537. Las armas de Lima eran: un escudo en campo azul con tres coronas regias en triángulo, y encima de ellas una estrella de oro cuyas puntas tocaban las coronas. Por orla, en campo colorado, se leía este mote en letras de oro: Hoc signum vere regum est. Por timbre y divisa dos águilas negras con corona de oro, una J y una K (primeras letras de Karolus y Juana, los monarcas), y encima de estas letras una estrella de oro. Esta bandera era la que el alférez real por juro de heredad, paseaba el día 5 de enero en las procesiones de Corpus y Santa Rosa, proclamación de soberano y otros actos de igual solemnidad.
El pueblo de Lima dio impropiamente en llamar a ese estandarte la bandera de Pizarro, y sin examen aceptó que ese fue el pendón de guerra que los españoles trajeron para la conquista. Y pasando sin refutarse de generación en generación, el error se hizo tradicional e histórico.
Ocupémonos ahora del verdadero estandarte de Pizarro.
Después del suplicio de Atahualpa, se encaminó al Cuzco don Francisco Pizarro, y creemos que fue el 16 de noviembre de 1533 cuando verificó su entrada triunfal en la augusta capital de los incas.
El estandarte que en esa ocasión llevaba su alférez Jerónimo Aliaga era de la forma que la gente de iglesia llama gonfalón. En una de sus caras, de damasco color grana, estaban bordadas las armas de Carlos V; y en la opuesta, que era de color blanco según unos, o amarillo según otros, se veía pintado al apóstol Santiago en actitud de combate sobre un caballo blanco con escudo, coraza y casco de plumeros o airones, luciendo una cruz roja en el pecho y una espada en la mano derecha.
Cuando Pizarro salió del Cuzco (para pasar al valle de Jauja y fundar la ciudad de Lima) no lo hizo en son de guerra, y dejó depositada su bandera o gonfalón en el templo del Sol, convertido ya en catedral cristiana. Durante las luchas civiles de los conquistadores, ni almagristas ni gonzalistas ni gironistas ni realistas se atrevieron a llevarlo a los combates, y permaneció como objeto sagrado en un altar. Allí, en 1825, un mes después de la batalla de Ayacucho, lo encontró el general Sucre, éste lo envió a Bogotá y el gobierno inmediatamente lo remitió a Bolívar, quien lo sometió a la municipalidad de Caracas, donde actualmente se conserva. Ignoramos si tres siglos y medio de fecha habrán bastado para convertir en hilachas el emblema marcial de la conquista.
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